Mary Rose Kubal acertó en un artículo publicado en un libro el año 2010 al sugerir que, por no haberse resuelto las demandas centrales del movimiento pingüino de 2006 (fin al lucro, a la selección y a la municipalización), nuevas protestas estudiantiles eran predecibles. Más allá de las demandas concretas que han planteado los estudiantes, la respuesta de la sociedad a esas demandas debe hacerse cargo de las características de la actual subjetividad juvenil. No es tanto lo que están pidiendo como lo que se configure les haga sentido.
El detonador más de fondo es algo de frustración, porque se creyó en la promesa de inclusión con esfuerzo, en circunstancias que esta promesa se desmorona ante la influencia del hogar de origen con los resultados escolares y laborales, y también algo de indignación, porque al ser humano consciente le repele la injusticia que sufren los otros. Una vez entendido esto, se puede debatir si lo que proponen unos u otros es lo más apropiado para revitalizar la promesa de inclusión social a través del esfuerzo y la educación.
Para entender las demandas es preciso entender de donde vienen, esto es, las propias vidas de los jóvenes. El informe de Desarrollo Humano 2009, mostró que existen al menos tres tipos de realidades. Primero, los jóvenes que construyen una identidad abierta a partir de los distintos mundos en que participan gracias a disponer de múltiples soportes y referentes. Segundo, los jóvenes que se experimentan a sí mismos como el centro del mundo, para los que priman las relaciones horizontales, entre iguales, donde los soportes son los espacios de sociabilidad y los medios de expresión. Tercero, los jóvenes que están aislados en sus casas o en su mundo privado, donde los soportes son precarios y los proyectos de futuro son débiles. Una construcción biográfica exitosa requeriría – para todos los jóvenes – límites pero también adultos en quienes confiar y que los escuchen; que les enseñen a negociar y que cumplan sus promesas. También espacios para crecer, estar con otros y ser libres, así como establecimientos educacionales que integren su realidad, que estructuren su oferta desde las necesidades juveniles y que acojan sus identidades diversas. En suma, soportes tanto instrumentales como culturales para que construyan sus biografías (lo que tiene en mayor medida sólo el primer grupo). Hoy muchos jóvenes no han encontrado esos soportes, y enfrentan un conjunto de dispositivos de castigo que terminan por destruir sus posibilidades de desarrollo personal. En ese sentido, lo que está fallando excede por mucho los sistemas educacionales e interpela a la sociedad como un todo. La respuesta debe atender no sólo a razones técnicas sino también debe conectar con las aspiraciones juveniles.
Las políticas deben ser mucho más que un conjunto de incentivos positivos y negativos que podrían convencer a robots individualistas optimizadores de capacidad computacional infinita (o a un economista). Tienen que hacer sentido. Si algo ha faltado en la política educacional de las últimas décadas es hacerse cargo de su dimensión cultural. Esto también significa considerar la forma real en que las personas se piensan a sí mismas como actores, las relaciones que los constituyen y el significado que tienen sus posiciones estructurales y pertenencias colectivas.
Más allá de sus causas, con el movimiento estudiantil los jóvenes se han constituido como actores sociales y le han dado un sentido a sus vidas, más allá de ellos mismos. Es importante que la clase política escuche sus sueños y aspiraciones, más allá de sus reivindicaciones concretas, y encuentre, en conjunto con ellos, las mejores soluciones, las que construyan eficientemente un futuro incluyente con sentido.
Pablo González
La Segunda, 1 de septiembre