Esta columna fue co-escrita con Mathías Gómez, Investigador de Política Educativa de la Fundación Educación 2020.
Se avecinan rudas polémicas sobre el nuevo proyecto de ley de educación superior. Más que entrar a los dimes y diretes de una discusión que llenará las planas de la prensa, posiblemente por muchos meses, y muy centrada en el financiamiento, nos interesa comenzar a postular una visión del sistema de educación superior que quisiéramos tener en 20 años más, el 2036, bien adentrados ya en un siglo XXI que se prevé turbulento y rápidamente cambiante. Primero hay que apuntar al blanco y luego disparar. Para ello, comenzamos por una breve descripción de la situación actual.
“En el principio fue el Caos”. Eso es exactamente lo que tenemos hoy en Chile. Como fruto de un absoluto libertinaje de mercado, hoy tenemos la friolera de 60 universidades y cerca de 100 institutos profesionales y CFT, muchos de ellos “de bakelita” como dijo un Ministro. No menor es el dato de que en los últimos 20 años, como si fueran panaderías de la esquina, se han cerrado 18 universidades y cerca de 30 IP y CFT, dejando en la calle a decenas de miles de estudiantes. El caso más reciente y bullado, pero no aislado: la Universidad del Mar.
Si se entiende por “programa” una carrera en una sede, tenemos la friolera de 12 mil. No hay error tipográfico. 12 mil, cuyo tamaño promedio es de 110 estudiantes c/u. Promedio. Algunos tienen 30. En total, no por año. De esos, 9 mil jamás han sido visitados por algún evaluador externo.
Se podría decir que eso no importa. Total, este mercado de US$ 5 mil millones anuales se suponía que se regula solito. No hay tal. Es un mercado completamente asimétrico y desinformado, en que más de la mitad de los “clientes” literalmente no comprende lo que lee ni sospecha lo que es una tasa de interés.
Lo peor es que, en este “tráfico de venta de cartones”, de aquellos “clientes” que logran egresar con su título en la mano, sólo el 5% tiene comprensión lectora y aritmética adecuada para el ejercicio de su profesión. Muchas instituciones ni siquiera se han dado el trabajo de evaluar y nivelar a sus alumnos en estas competencias básicas, cuyas incomprensiones provenían de la educación media. Si no cree, revise el informe de la OCDE sobre Chile de la semana pasada: se llama “Skills Matter: Resultados de la evaluación de competencias de adultos”. Somos, junto con Indonesia, la vergüenza de los países que participaron en la prueba, a una enorme distancia del resto.
A continuación siete principios básicos para ordenar el caos y mirar a futuro.
1. El caos se ordena asegurando la calidad. Sea una universidad, CFT, IP, o en el futuro ojalá alguna entidad politécnica que pueda tener libre tránsito interno entre carreras cortas y largas, y dado el libertinaje actual, esta institución no debe poder otorgar certificados de estudios cuya calidad mínima no esté asegurada por el Estado, a través de una Agencia de la Calidad con los recursos humanos, financieros y atribuciones suficientes para proteger a los estudiantes de estas prácticas predatorias. No da lo mismo partir desde el caos que de una situación relativamente ordenada. Si el país ordena esto rigurosamente, es posible que no sobreviva ni la mitad de las instituciones y programas. Esto sólo podrá hacerse en forma lenta y metódica, en no menos de una década, si no queremos tener decenas de episodios tipo “Universidad del Mar”.
2. Hacia un sistema de aseguramiento de la calidad. No basta con que las acreditaciones traten de evaluar el cumplimiento de los objetivos de las instituciones, es necesario, si queremos igualar hacia arriba, que se definan estándares mínimos de funcionamiento, obligatorios para todas ellas, que garanticen su sustentabilidad, y la calidad y pertinencia de las carreras que imparten. Para esto es vital reconocer las particularidades distintas de la educación universitaria respecto de la educación técnica profesional. Una transformación del sistema de acreditación hacia un verdadero sistema de aseguramiento de la calidad debiese ser parte clave de esta reforma.
3. Bolonia, Bologna. Los países europeos, que según los datos arriba mencionados, saben un poco más que nosotros sobre educación, iniciaron en 1998 en la ciudad de Bolonia un proceso para encauzar la educación superior en esa zona basados, entre otras cosas, en la adopción de un sistema comparable de titulaciones con dos ciclos, uno genérico de 3-4 años de Grado y uno para la especialización, el Máster y/o el Doctorado; y el establecimiento de un sistema de créditos (o unidades docentes si la palabra le provoca urticaria) que permita la convalidación de estudios un país a otro y de una universidad a otra. Este proceso fue clave para iniciar el ordenamiento del sistema superior europeo.
4. Libre tránsito horizontal y vertical. Este esfuerzo debe ir de la mano con el establecimiento de un Marco Nacional de Cualificaciones, que permita el reconocimiento de aprendizajes, la adecuación entre la oferta formativa y la demanda en términos de perfiles ocupacionales, y la generación de trayectorias de crecimiento o desarrollo. No es posible que a los estudiantes técnico profesionales de la Media no se les reconozca NADA de lo que aprenden cuando entran a una carrera afin, y tampoco es razonable que un estudiante sufra el arbitrio y arrogancia cuando al cambiarse de una institución a otra, no se le reconocen estudios anteriores, incluso cuando se trata de la misma carrera. La base está en el ordenamiento y reconocimiento de cualificaciones. Este es, para que quede claro, un proyecto monumental, de mucho tiempo, esfuerzo y recursos. Imprescindible.
5. No más títulos truchos. En cualquier caso, habrá que disminuir la exorbitante variedad de títulos profesionales truchos, otorgados a egresados que ni siquiera entienden lo que leen. Un arquitecto en USA, si quiere firmar planos, aunque tenga estudios en Harvard, debe pasar el Board Certificate del Colegio de Arquitectos. Las educadoras de párvulos, aun si tituladas en Columbia, no pueden pisar una sala cuna o jardín sin el Board Certificate correspondiente. En suma, variedad y flexibilidad en el sistema de formación y educación pero, a la hora de ejercer profesionalmente… se acaba la fiesta. Las “Licencias Profesionales” deberían ser otorgadas por colegios profesionales serios, por medio de rigurosos exámenes de habilitación profesional. El Estado debería certificar e implementar la competencia e idoneidad de estos colegios profesionales.
6. Diversidad y flexibilidad. A partir del minuto en que se acaba la emisión de títulos profesionales en las instituciones de educación superior, y se garantiza un estándar mínimo de calidad, el sistema puede tener una diversidad de modelos institucionales, con investigación, sin investigación, con un poco de investigación, con extensión, sin y con elearning, con muchos fines públicos, poquitos, ninguno. Rigidizar no es bueno, especialmente frente a la rápida evolución del mundo en el Siglo XXI.
7. Instituciones de educación superior del Estado, no Ministerios. La deseable necesidad de mejorar la cobertura y financiamiento de estos entes públicos, con una muy baja participación hoy, sólo será un sueño guajiro si continuan estranguladas burocráticamente, administradas como si fueran Ministerios y con investigadores-funcionarios. Se requerirá un cambio radical en su gobernanza y rendición de cuentas, y hay muchos modelos para mirar y copiar en el exterior.
Otro día hablaremos de la madre de todas las trifulcas: el complejo sistema de instituciones y su financiamiento. Pero nos parece que antes hay que discutir y consensuar, con seriedad y visión de futuro estos temas, para lograr una política de Estado y no de gobierno. Legislar en función de cuántos recursos le tocarán el próximo año a cada institución puede ser la ruta al descalabro.
Mario Waissbluth y Mathías Gómez
Voces La Tercera, 5 julio de 2016