La hipercentralización del país, asociada a la concentración del poder político, económico y social, ha llegado a extremos insostenibles. La Región Metropolitana, ocupando el 2% del territorio nacional, representa el 43% del PIB y tiene el 49% de los profesionales y técnicos. El 95% de la elite, de todos los colores políticos, reside en el 0,02% del territorio.
Las decisiones se adoptan en la capital, incluyendo la selección de los candidatos a parlamentarios y a alcaldes de todo el país, sin la menor consideración por la opinión de los habitantes del resto del territorio. La clase política se resiste a crearse competidores provenientes de las regiones. Los profesionales de las zonas mineras escogen mantener su familia en Santiago, y las regiones son exportadoras netas de capital humano avanzado hacia la capital. Las decisiones empresariales se adoptan en Santiago, ciudad que sigue congestionándose y contaminándose. Veinte mil nuevos vehículos adicionales por mes agudizan la congestión. Recientemente se cometió el error de incorporar 10 mil hectáreas más a la urbanización de la capital, con costos enormes de largo plazo.
Por su parte, los gobiernos regionales y la gran mayoría de los municipios tienen severas debilidades en su capacidad técnica y de gestión, lo cual a su vez refuerza los argumentos de los “procentralizadores”, especialmente la burocracia de Hacienda, que no entrega recursos —ni capacidad de gestión— a la decisión de los gobiernos locales, lo cual retroalimenta el círculo vicioso.
Nada ha cambiado en décadas. Hubo un cambio de coalición, cuyo programa de gobierno incluye propuestas ambiciosas y atractivas en materia de descentralización administrativa, presupuestal, fiscal, política y de capital humano. El “sueño del pibe”. Pero pareciera que, a 14 meses de este gobierno, más allá de las urgencias generadas por el terremoto, tan pronto los nuevos ministros asumieron sus cargos, muchos —al igual que en gobiernos anteriores— se hubieran “engolosinado con la miel del poder central”. La urgencia de realizar sus obras en dos o tres años hace desaparecer estos afanes, cuyos resultados son de largo plazo. Tampoco se escuchan, en ninguna bancada del Congreso, grandes clamores descentralizadores.
Nuestro tope al crecimiento está dado por el tope del despliegue regional de nuestro capital humano, nuestra calidad educativa y nuestra propia ceguera. El verdadero indicador de descentralización, en el largo plazo, será la reducción de la proporción total de habitantes de la capital respecto del resto del país. Ojalá el discurso presidencial del próximo 21 de mayo reafirme y materialice las propuestas descentralizadoras establecidas en el propio programa de gobierno.
Columna publicada originalmente en Cartas de El Mercurio.