Esta es la tercera y última columna de una serie. En la primera, denominada “La Educación Escolar: perdimos el rumbo” entregué una síntesis lo más balanceada posible (aunque la neutralidad ideológica es siempre imposible) de lo que ha ocurrido en Chile después de 30 años de tener el modelo educativo más mercantilizado del mundo. Esto es objetivamente así, no es un juicio peyorativo. Concluí diciendo que el modelo, que ha permitido avanzar en muchos ámbitos, necesita un significativo ajuste de tuercas.
La segunda, “Educación Escolar: cambiemos el rumbo”, define ocho pilares estratégicos –que a su vez están detallados en 33 propuestas en mi libro del mismo nombre– para el ajuste de tuercas, con el objetivo de mejorar: a) la calidad, entendida en un sentido integral; b) la equidad de oportunidades para todos los niños, no sólo por nivel socioeconómico, sino también por sus capacidades y desarrollo psicomotor; c) la integración en las aulas, no sólo por motivos de equidad escolar, sino también de cohesión social; y d) la verdadera libertad de elección, entendiendo por ello que cada apoderado debe poder enviar a sus hijos a la escuela que prefiera, sin restricciones económicas, pero también a una oferta de educación pública laica, pluralista, integradora y de óptima calidad si es que así lo desea.
La reforma educativa no se puede transformar en consignas simplonas, ni definiendo dos o tres “balas de plata” para resolver un desafío endemoniadamente complejo. Eso está bien –y es comprensible que sea así– para campañas presidenciales y cuñas de prensa. Pero la complejidad del sistema y sus soluciones es enorme.
La cantidad de leyes mal diseñadas y que inciden unas con otras, las restricciones políticas, financieras y culturales, los efectos encadenados entre la educación inicial, la básica, la media técnico-profesional, científico-humanista, los CFT, los IP, las universidades que han lucrado ilegalmente y las más serias, los criterios de transición entre unos y otros, hacen imprescindible la visión conjunta y la adopción de múltiples medidas, en la secuencia correcta, y con la gradualidad necesaria. La posibilidad de descarrilarnos es enorme, y no queremos hundir un transatlántico de casi 5 millones de pasajeros-estudiantes y 300 mil tripulantes-docentes por medio de legislación irresponsable, poco estudiada, y de difícil implementación.
Por ejemplo, acabamos de enterarnos que miles de millones de dólares invertidos en Jornada Escolar Completa tuvieron escasos resultados, entre otras cosas porque el sobresaturado currículum obligatorio impidió que las jornadas de las tardes se pudieran dedicar a nivelar alumnos y a fomentar su creatividad. ¿Quién hubiera dicho que la inversión en infraestructura y horas-profesor se iba a enredar con la cuestión curricular?
Por ejemplo, ¿quién hubiera dicho que el pago de la subvención por asistencia se iba a convertir en una pesadilla burocrática de rendición manual en libros de clase, de 600 millones de horas-alumno-aula por mes, por los últimos treinta años? En suma, es preferible no caer en la tentación del avance rápido, sin evaluar la integralidad de las consecuencias y la implementabilidad práctica de cada medida.
La tentación de lograr triunfos legislativos rápidos, especialmente para satisfacer presiones y expectativas ciudadanas crecientes, dentro de cortos períodos presidenciales de cuatro años, es un gran peligro.
Por ello, me interpretó especialmente la última columna de Carlos Peña, refiriéndose al muy probable triunfo de Bachelet, cuando concluyó que “… su gobierno no alterará el tranco histórico que hasta ahora ha traído Chile: una modernización capitalista corregida poco a poco, dando un paso o dos a la vez, de manera gradual… todo hace pensar entonces que quienes abrazan la esperanza de cambios radicales, todos quienes creyeron que desde 2011 en adelante se había desatado, por fin, una nueva epifanía en nuestra historia, experimentarán una nueva desilusión”.
Lo que nos dice en el fondo Peña es que Chile, el país más neoliberal del mundo, más que USA e Inglaterra, con la riqueza más concentrada del mundo, con la segregación urbana y escolar más aguda del mundo, con el modelo educativo más mercantilizado del mundo, no buscará migrar en 4 años hacia un modelo cubano o norcoreano o venezolano, no va a estatizar toda la economía ni la educación, no aumentará los impuestos de un paraguazo de 20% a 30% del PIB.
Chile deberá buscar, cuidando los equilibrios macroeconómicos, migrar gradualmente, en plazos de una década o más, hacia un modelo más sensatamente afín a las socialdemocracias norte-europeas, aquellas más serias, como Holanda, o Finlandia, cuestión que también parecería gustarle a la candidata de la Alianza. En una entrevista del 2010 hablé sobre la “inevitabilidad socialdemocrática en Chile”. Es, en realidad, la única salida, si no queremos terminar enrejando las 5 comunas más ricas de Chile con pasaporte para la entrada.
Ruego a los lectores juveniles no impacientarse en este punto. No me malinterpreten. Los ajustes de tuercas que requiere el modelo educativo son bastante radicales, pues se trata de una citroneta neoliberal “made in Chicago”, desvencijada, de los años 80, que no existe en ninguna parte del mundo, y que es mirada con sorpresa y confusión por cuanto especialista de la OCDE que suele visitarnos. La pregunta crucial es ¿en qué orden, con qué gradualidad, con cuántos recursos, en qué momento y con qué prioridades?
Es el momento de pasar de la consigna “la imaginación al poder, pidamos lo imposible” de los grafitis del París de 1968, a la bismarckiana frase “la política es el arte de lo posible”. Lo lamento mucho, pero así es. Visión épica y cambios importantes de largo plazo, combinada con pragmatismo de corto y mediano plazo… sin perder el rumbo, de manera consistente y estable, por más de una década.
La reforma educativa se jugará en buena medida en el levantamiento de restricciones constitucionales (leyes de quórum calificado), así como en la disponibilidad de recursos financieros. Esta, a su vez, dependerá tanto del ritmo de crecimiento económico como de la magnitud de la reforma tributaria que será disputada a cuchilladas en el Congreso. También dependerá de la muñeca y disponibilidad para llegar a acuerdos estructurales con el gremio de profesores, de reconocida combatividad. Dada la difícil predictibilidad y cronología de estas reformas, adquiere enorme importancia la secuencia y gradualidad de los cambios.
Peor aún, hay severas restricciones culturales. El virus mental de la segregación, el individualismo, y el “no estoy ni ahí con los demás” se ha esparcido después de 30 años de mensajes reiterativos y políticas públicas basadas en la subsidiariedad del Estado. Este virus no se cambia por decreto legislativo. Muchos de los que lograron subir aunque sea un escaloncito en esta pirámide darwinista desprecian a los que se quedaron más abajo.
Es lo que nos dice la última encuesta del CEP. Espeluznante. Ante la pregunta de cuáles son las dos razones que se identifican como causas de la pobreza, la flojera y la falta de iniciativa alcanzan un 47% de las menciones. Los chilenos “de la mitad para arriba” no consideran que esos pobres no lograron siquiera entender lo que leen en 8º Básico, ni el daño de maltrato infantil que recibieron, ni que se sacan la mugre en las poblaciones simplemente tratando de sobrevivir.
En Chile lamentablemente se ha instalado la “teoría del gallinero”: la gallina que está en el palo de arriba caga la cabeza de la que está en el palo siguiente, y esta lo repite así sucesivamente hasta que llegamos a la gallina indigente que está en el suelo. Lo hemos visto con saña, por ejemplo, cuando los liceos emblemáticos recurrieron a los tribunales para mantener sus segregadas ventajas en la PSU. Los que pretendan cambiar esta cultura del individualismo por decreto legislativo están equivocados. Esto demora un par de décadas, si comenzamos hoy y lo hacemos bien, sin hundir el barco al que le estamos cambiando el rumbo.
Sin prisa, pero con cambios profundos y sin pausa. Graduales pero decididos. Esa es la idea. Algunos ejemplos:
A la elite de Chile definitivamente se le pasó la mano, y por lejos. Como fruto de los excesos de abuso comercial y educativo de un modelo de capitalismo salvaje, mayoritariamente desregulado en aspectos esenciales por 30 años, el país explotó suavemente en el 2006, y con ferocidad el 2011. Esta explosión aún no ha terminado. Es previsible –y comprensible– que el próximo año continuemos teniendo conflictos estudiantiles y gremiales, así como una serie de demandas y exigencias crecientes en todo ámbito de la vida nacional, con grupos de interés más o menos legítimos tomándose carreteras y caminos secundarios.
Aunque soy ateo, termino esta serie de columnas con una rogativa. A los ultrones ideológicos de ambos lados, dejen por favor a los centristas de ambos lados trabajar tranquilos para llegar a acuerdos. A la elite económica, le pido que “pare de gozar” y que entienda que un país más equitativo e integrado está en el mejor interés de sus hijos y nietos. Al Colegio de Profesores le suplico otorgar una tregua y sentarse a discutir un pacto estructural, recordando siempre que hay niños que educar, cuyo futuro está hoy en grave riesgo. A los estudiantes les pido que continúen expresando con nitidez el rumbo que deben tomar las cosas, pero de manera creativa y no violenta y, en particular, sin amenazar aún más la continuidad de nuestra deteriorada educación pública. No maten el animal que quieren defender.
En suma, declaremos el 2014 como el inicio de la segunda transición. La primera fue en 1990, de una dictadura sangrienta y arbitraria a una democracia pobre pero honrada e injusta, y lo supimos hacer mejor que otros países. Esta vez, que sea la transición a la socialdemocracia. Sin prisa pero sin pausa.
Columna Mario Waissbluth
El Mostrador, 14 de noviembre de 2013