La polémica en torno a la reforma escolar está tan álgida como en el 2006 o el 2011. No podremos escapar de este patético ciclo hasta que Chile logre un nuevo pacto social por la educación, que dure 40 años, multipartidario y que logre el consenso, sino de todos -cuestión imposible en un país tan dividido ideológicamente–, al menos de una gran mayoría. En la construcción de este consenso los sectores más moderados de todas las coaliciones, partidos, gremios y movimientos sociales deben jugar un rol fundamental.
El consenso no puede ser un gatopardiano “más de lo mismo” con otras vestiduras. Eso ya ocurrió el 2006, se transformó en la LGE, y de ser así seguiremos sufriendo las réplicas telúricas de un terremoto ideológico que, en realidad, tuvo lugar en los años 80. Para avanzar en este pacto social y político, antes de ponernos de acuerdo en los “cómos”, es preciso establecer una visión común del futuro deseable. ¿Qué esperamos para el sistema escolar de Chile de aquí a 20 años más?
Cinco objetivos deseables
Buscamos cinco objetivos. No cuatro, no tres, cinco. El primero es la cobertura. Todos los niños asistiendo a la escuela. En este terreno hemos avanzado mucho y ya casi lo logramos, aunque falta bastante en materia de deserción y en el nivel preescolar, donde todavía hay demasiados infantes de los sectores más vulnerables que no están pudiendo acceder a salas cuna o jardines infantiles. No todos los padres querrán o necesitarán mandar a sus hijos a una sala cuna, pero existen modelos de atención mixta en casa e instituciones, que han probado su éxito en otras latitudes. El partido educativo comienza a jugarse en ese nivel.
La cobertura en básica y media ya está lograda y estamos en época de descenso demográfico. Lo más probable es que el temido cierre de escuelas, públicas o privadas, sea una realidad con la que deberemos convivir. La cantidad de establecimientos de tamaño insustentable, que ya son muchos, irá creciendo.
El segundo objetivo: lograr niveles de calidad promedio equivalentes o superiores a los del mundo avanzado. Calidad integral, que no se mide únicamente por medio de tests estandarizados, como SIMCE, PSU o PISA. Un ministro de educación de Singapur declaró en 2005 que «los niños debieran ser educados para el test de la vida, no para una vida de tests». Muchos se quejan de que no se ha definido la calidad. Usemos entonces la definición de UNESCO, similar a la establecida en la LGE.
1: Bienestar físico. 2: Bienestar social y emocional. Cómo los niños impulsan y mantienen relaciones con adultos y pares. Cómo se perciben a sí mismos en relación con otros, con autoconfianza y seguridad. 3: Expresiones creativas, artísticas y culturales. 4: Comunicación en el/los idioma/s de la sociedad en que viven, con expresión y comprensión oral y escrita. 5: Compromiso con la cognición, el proceso mental de adquirir y crear conocimiento. 6: El lenguaje de los números. 7: Ciencia y tecnología, en un contexto amplio.
Los resultados estandarizados y lo que observamos a diario nos demuestran que en esta definición amplia de calidad, para el promedio de los niños, niñas y adultos de Chile, aunque hemos mejorado respecto a América Latina, estamos lejos de lo deseable y, además, estancados por más de una década.
El tercer objetivo es la equidad de resultados. La inequidad, definida por la OCDE, es la distancia que separa los resultados (medibles) entre el 10% superior y el 10% inferior. La de Chile es similar a la de países avanzados, aunque vamos empeorando: ya superamos la inequidad del promedio de América Latina. Pocos países han logrado disminuir esta diferencia en forma significativa: Finlandia, Corea y Canadá son algunos. Para Chile, tener inequidades similares a las de Estados Unidos o España es escaso consuelo. Allá, la distancia entre los mejores y los peores resultados va desde “bueno” a “regular”. Acá y en América Latina, la distancia va desde “regular” a “inaceptable”.
El cuarto objetivo es la disminución de la segregación social y cultural en las escuelas. Esto no tiene nada que ver con resultados, ni en calidad promedio ni en inequidad, sino con la composición interna de las escuelas. Los tres objetivos anteriores son consenso universal. Pero aquí comienzan las diferencias. Como declaró recientemente un dueño de liceo: “no veo ningún problema en que haya escuelas para ricos, clase media y pobres”. Por extensión, algunos tampoco ven problema en tener escuelas para los niños más aventajados y otras para los menos aventajados. Si bien aquel sostenedor fue públicamente vilipendiado, en realidad expresó abiertamente lo que muchos piensan.
En este indicador, que se define claramente en la OCDE como “el porcentaje de niños en escuelas social y académicamente integradas”, somos campeones mundiales. “Apartheid” educativo. La segregación escolar en Chile es mucho peor que la geográfica. Transportamos niños en buses y 4×4 para segregarlos. ¿Importa o no importa?
En Educación 2020 creemos que sí importa, y mucho, por tres razones. La primera es de carácter educativo. No vamos a resolver la inequidad de resultados, por mucho que aumentemos la subvención preferencial, mientras sigamos teniendo guetos socioculturales de desesperanza aprendida. La segunda razón es la cohesión social, que estamos perdiendo día a día. Los encapuchados del 2020 hoy tienen 10 años de edad, están incubándose en esos guetos, y la expresión futura de su humillación y frustración ya es casi inevitable. La tercera razón es simplemente ética. No nos gusta un país en que las distintas clases sociales, en colegios particulares pagados, subvencionados y públicos, se miren con desprecio y desconfianza, en que los discapacitados sean vistos en menos, en que los niños menos aventajados sean vistos en menos. Así de simple: no nos gusta. ¿Es esta una afirmación ideológica? Sí, y a mucha honra.
El quinto objetivo es una educación pública fuerte, convirtiéndose en un competidor poderoso de la educación particular en las preferencias de los apoderados. Creemos en un sistema mixto, en que coexistan escuelas públicas, laicas, pluralistas, sin selección, y con un proyecto educativo nacional, con escuelas católicas, judías, Montessori o Waldorf. También reafirmamos la libertad de elección de los padres, que por lo demás está consagrada en la Convención de Derechos Humanos. Pero no creemos en la demolición a que ha sido sometida la educación pública -por acción o deliberada omisión- los últimos 35 años.
Aquí también hay diferencias de visiones. Algunos dicen “no importa el color del gato con tal que cace ratones”, lo cual se traduce en “no importa que la escuela sea pública o privada, mientras saque buenos resultados… en el extremo no pasaría nada si desaparecen todas las escuelas públicas, si los proveedores privados, vigilados por la Superintendencia y la Agencia de la Calidad, hacen bien su trabajo y cumplen con sus obligaciones”. ¿Importa, o no importa?
Para Educación 2020, sí importa, y mucho. En primer lugar, hay barrios y comunas de Chile donde las escuelas públicas están prácticamente ausentes, porque el Estado decidió dejar de invertir en zonas de expansión urbana. Cualquiera con recursos financieros abundantes puede hoy crear monopolios territoriales de carácter ideológico o religioso, del color que sea, contribuyendo a profundizar la desintegración cultural y social del país.
En segundo lugar, y más importante aún: por razones ideológicas y sin evidencia alguna, se implantó en Chile en los 80 el sistema de competencia de mercado más agudo del mundo. Este es impulsado por la competencia por la subvención general, el uso excesivo del SIMCE como factor de competencia, el lucro, el copago y la selección. Estos sistemas, nos lo han dicho expertos internacionales en todos los tonos posibles, inducen la segregación social y académica de manera casi natural, induciendo conductas de padres y apoderados que no son malignas, sino que responden a los incentivos del sistema. Asimismo, se minimiza cualquier posibilidad de colaboración entre escuelas, incluso públicas. Hoy, para obtener más alumnos hay que mejorar los resultados medibles, y eso se logra compitiendo con la escuela vecina, seleccionando por nivel social y académico, y expulsando de maneras flagrantes o sutiles.
No es por casualidad que casi todos los países capitalistas que creen en el sector privado y el mercado, con excepción de Holanda y Bélgica, tienen coberturas de educación pública superiores a 80%. No pretendemos establecer metas de cobertura pública, pero es un dato que conviene tener en mente. Para Chile, el país más segregado, la herramienta más poderosa posible para combatir esta segregación es tener escuelas públicas con una oferta de calidad excepcional, pluralistas e integradoras, desde Las Condes a Vitacura y Nueva Imperial, de manera que los apoderados comiencen a escoger como opción preferente la calidad, la equidad y la integración social, académica y sicosocial. Por cierto, queremos escuelas que colaboren más y compitan menos, cualquiera sea su forma de propiedad.
En suma, no vamos a lograr ponernos de acuerdo en un pacto educativo de largo plazo, si no logramos consenso en estos cinco objetivos. Tres de los cinco ya lo son. Pero, ¿estamos o no de acuerdo en hacer todo lo necesario para que el sistema educativo contribuya significativamente a disminuir la inmoral segregación de Chile? ¿Estamos o no de acuerdo, manteniendo un sistema mixto, manteniendo la libertad de elección, en hacer un esfuerzo especial como sociedad para recuperar significativamente la presencia territorial y la calidad de la oferta pública de educación?
Ojalá podamos pactar políticamente estos cinco objetivos, abierta y nítidamente. Luego podremos ponernos de acuerdo en el cómo, en los ritmos y secuencias. La próxima columna se referirá al cómo.
Mario Waissbluth
Voces de La Tercera, 8 de julio de 2014