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Me avergüenza Chile

Pablo González

La muerte de una niña en un recinto del SENAME es un episodio más de una historia que nos llena de vergüenza a todos. Chile ratificó la Convención de los Derechos del Niño en 1990 pero tal parece no demasiado en serio. Como una cantinflada más.

Ojalá al próximo director del SENAME se le exija, más que la militancia en un partido, un plan estratégico viable para que esa organización cumpla el espíritu de esa Convención, incluyendo medidas para que los niños vulnerados puedan recibir, lo antes posible, el amor y el cuidado que se merecen. No  debemos olvidar que los niños que  el SENAME atiende son la dolorosa punta de un iceberg que, como sugirió Nelson Mandela, nos retrata enteros como sociedad. En Chile, 7 de cada 10 niños chilenos sufre maltrato en sus hogares, y uno de cada 11,  abuso sexual. Es decir, si usted lleva a sus hijos a un cine a ver una película de Disney, lo más probable es que la mayoría de los niños a su lado estén siendo maltratados. Incómodo, ¿no?

Chile debe proponerse como objetivo mínimo el goce pleno de los derechos para todos los niños. Este no es un ideal, es un mínimo. Que no se cumpla es una vergüenza nacional. De aquí que el énfasis de la política debiera estar en la prevención. Es el fracaso de construir una sociedad sana lo que nos lleva al problema de cómo restituir derechos ya vulnerados. En este sentido, urge una política hacia las familias para mejorar los estilos de crianza, que las dote de herramientas para la crianza sana y sin violencia, que reduzcan el stress y apoyen, que generen espacios de juego y sociabilidad, y reduzcan los horarios de trabajo y transporte. Por supuesto, este propósito excede al SENAME y debe comprometer a todo el país, en especial al gobierno.

Segundo, los organismos del Estado deben dejar de vulnerar los derechos del niño en sus actuaciones. Y no me refiero solo a la consabida transgresión de la policía contra los niños mapuches, sino a todos los organismos del Estado.  Por nombrar algunos: los niños prematuros y los hospitalizados separados de sus papás, los infantes en sala cuna en horario extendido (una política emblemática de esta administración) y los largos horarios de trabajo de mamás y papás. Por eso debemos revisar la totalidad de la acción del Estado, los programas públicos y la legislación, velando por su concordancia con los derechos del niño y los principios de la Convención.

Tercero, urge un sistema de monitoreo y evaluación de desarrollo y derechos, con estándares claros y medidas correctivas frente a desviaciones. El Estado debe abandonar la lógica de intervención sectorial y generar políticas niño-céntricas, desde sus necesidades y derechos. Es deseable que cree  un sistema de seguimiento y acompañamiento de la trayectoria del desarrollo de cada niño, desde la gestación hasta su salida de la enseñanza media, con apoyos que aseguren que todos alcancen su máximo potencial.

Cuarto, el Estado debe resolver el problema de la pobreza en la infancia. Uno de cada cuatro niños es pobre, lo que  significa que no tiene acceso a juguetes, a espacios de entretención o a una alimentación adecuada. Estamos condenando a muchos niños a perpetuar el ciclo de la pobreza por las malas experiencias de sus primeros años de vida. No hay mayor vergüenza nacional.

Quinto, urge  actualizar la legislación y aprobar en tiempo record todos los proyectos presentados en materia de infancia que cumplan con los estándares de la Convención.

Por último, es importante aclarar que no se trata de un problema de recursos. Sin duda hay que gastar más, pero más claro aún, hay que gastar bien. No en forma descoordinada, como ahora. Establecer una asignación familiar digna, programas para familias, jardines infantiles de calidad (muy distantes de los actuales) y plazas y espacios de juegos. No hay inversión más rentable en el futuro, ni más justa y necesaria.

Y no nos debería preocupar nada más  mientras no cumplamos esto. De no ocurrir todo lo anterior, solo será cuestión de tiempo para que ocurra otra muerte  que nos llene de vergüenza nacional.

Columna Pablo González
La Tercera,