La expansión vertiginosa de la educación superior, que ha traído algunos beneficios, detonó a su vez la explosión de graves problemas. Es la ocasión para abordarlos de manera sistémica y no con parches. La mera ampliación de recursos para becas o préstamos en condiciones más atractivas, o las reprogramaciones, bienvenidas sean, sólo taparán el sol con un dedo por un tiempo y generarán un nuevo aumento en los aranceles de un sector que hasta ahora ha operado no con libertad sino con libertinaje de mercado.
Hemos tenido uno de los sistemas más desregulados del planeta. De 4.700 carreras impartidas en algún campus, sólo 700 cuentan con acreditación, en muchos casos dudosa. El “pseudo mercado” ha sido opaco, y asimétrico para “clientes” desinformados. De 100 jóvenes que ingresan, 40 desertan por razones académicas y/o económicas, y quedan endeudados (salieron trasquilados); 30 terminan con un título desprestigiado y van al desempleo o a un pobre empleo (salieron trasquilados); y sólo 30 logran un título que les permite pagar su deuda en un plazo razonable. El mercado funciona bien en las panaderías: si no me gusta el pan, o está caro, al día siguiente voy a otra. Si soy un joven que se demoró dos años en darse cuenta de la mala “calidad del producto”, no me es trivial cambiar de carrera. Perdí dos años de vida y tengo deuda.
Los aranceles son de los más altos del mundo. Los estudiantes no sólo han estado pagando el costo de su educación, sino que financiando la expansión inmobiliaria de entes privados y la investigación y desarrollo de universidades tradicionales. Esto debe terminar. Las fuentes de recursos para la expansión inmobiliaria deben provenir de ampliaciones de capital y/o deuda de sus dueños, y los bienes públicos no ligados a la docencia – como investigación y construcción de masa académica estable – deben provenir del Estado por otras rutas.
Es hora de cambiar radicalmente el modelo regulatorio de la educación. Si un CFT, Instituto o Universidad, con o sin fines de lucro, público o privado, recibe recursos del estado como avales, créditos, subsidios o descuentos tributarios, debe firmar el equivalente a un “contrato de concesión” en el cual demuestre el valor de su oferta, la calidad de la misma, adquiera compromisos respecto a las tasas reales de deserción y duración de la carrera, defina aranceles razonables para financiar la educación de sus alumnos y no otros elementos, y transparente la totalidad de sus fuentes de ingresos, sus egresos, y sus transacciones con entes relacionados o “sociedades espejo”.
Adicionalmente, debe realizarse a la brevedad posible una transformación radical del sistema de acreditación, no sólo en sus criterios, sino también en su institucionalidad y obligatoriedad. El sistema de que sea el propio acreditado el que le pague al acreditador debe terminar. No sería tampoco comprensible que el Estado otorgue recursos para becas de una carrera de tres años, si es que esta, entre otras cosas, no está acreditada seriamente y por al menos tres años.
Chile, a diferencia de países desarrollados, tiene un problema adicional. Cerca del 40% de los que ingresan a la educación superior no entienden a cabalidad lo que leen ni pueden realizar operaciones aritméticas simples. Generalmente provienen de los estratos de menores ingresos. Esto es culpa del sistema escolar, y tomará tiempo resolverlo. Por ello, es necesario que el Estado licite, entre instituciones sólidamente acreditadas, la provisión de un año transicional, nivelador y orientador, que aumente – en forma gratuita para esos alumnos – la posibilidad de ingresar a algún tipo de educación universitaria, técnica u oficio sólido. Su ingreso directo al sistema de educación superior seguirá siendo una fuente de desperdicio de recursos públicos, y lo que es peor, de frustraciones y endeudamientos personales.
Por cierto, obligar a los jóvenes a definir una ruta profesional a los 18 años en estas condiciones es absurdo, y las instituciones de educación superior deben flexibilizar masivamente sus años iniciales para facilitar traspasos entre carreras, entre universidades, y entre niveles técnicos y universitarios. Hay un grave riesgo para el país si se continúa expandiendo el mito de “universidad para todos”. La “educación superior” gratuita y de calidad debe focalizarse en los quintiles más pobres, y debe privilegiar el adecuado balance entre oficios de calidad, carreras técnicas de calidad, y profesiones de calidad, en las proporciones adecuadas, esto es, 1 profesional universitario por cada 3 técnicos u oficios especializados y certificados.
Por ello, es necesario reorientar radicalmente el sistema de educación superior hacia la provisión de un sistema de oficios y carreras técnicas sólidas, certificadas, y que cierren la brecha salarial entre éstas y los títulos universitarios. Por dar un ejemplo, en Canadá un ingeniero civil de la construcción con 5 años de experiencia gana US$ 60.000 anuales, y un pintor certificado de la construcción gana US$ 40.000. Sólo cuando los oficios y las carreras técnicas estén debidamente certificadas y dignificadas comenzaremos a tener equidad salarial en el país.
Por último, el gobierno corporativo de las universidades pertenecientes al propio Estado debe reformularse radicalmente. Este debe – como dueño – hacerse cargo en serio de su fortalecimiento, y éste no es meramente un asunto de recursos. Por ejemplo, no es posible hacerlas “competir” con entes privados teniendo la maquinaria, lentitud y restricciones burocráticas propias de un Ministerio.
Las fórmulas de gobierno corporativo de las universidades e institutos públicos – permitiendo razonables grados de democracia interna – deben asimismo permitirle al “dueño”, es decir el Estado, la vigilancia rigurosa y capacidad de intervención (aunque sea a distancia) de lo que ocurre en su interior, de manera de evitar capturas institucionales por parte de profesores, autoridades, alumnos o funcionarios. Debe entonces diseñarse una fórmula institucional, equivalente al Patronato de la Universidad Nacional Autónoma de México, o los “Board of Trustees” americanos, es decir un cuerpo de especialistas financieros, no dependientes del Rector ni de su Consejo Académico, que vigilen la sanidad financiera y contable de la institución, manejen la Contraloría Interna, y aprueben el volumen total de gastos permisibles en un año fiscal.
Por todo lo dicho aquí, por loables que sean las diferentes iniciativas legislativas separadas que han ido surgiendo, debemos aspirar a hacer todo bien y de una vez, con una nueva legislación integrada de educación superior que aborde sistémicamente estos complejos problemas. En caso contrario, terminaremos con un conjunto de “parches” superpuestos que serán tal vez vistosos pero que posiblemente serán contradictorios entre sí. No habrá ocasión en al menos otra década para hincarle bien el diente al asunto.
Mario Waissbluth
Blog La Tercera, 26 de septiembre