Una de las discusiones más virulentas y emblemáticas de la reforma educativa se refiere a la gratuidad total en educación superior. Casi todos los argumentos se centran en la pertinencia o impertinencia de financiar, hoy o más adelante, a los alumnos del quintil más rico, dada la escasez relativa de recursos fiscales. Siendo esa una discusión legítima, se ignora totalmente la más importante piedra en el camino hacia la gratuidad: la situación catastrófica de la acreditación en la educación superior.
Aclaremos: existe la acreditación institucional, y existe – virtualmente desconocida – la acreditación de carreras. La primera abarca los aspectos organizacionales, financieros y académicos generales de la entidad. La segunda, la que verdaderamente debiera interesarle al alumno, es la que refleja si acaso el programa de ingeniería comercial de la Universidad o Instituto XX, en su sede de Valdivia o Arica, cuenta con los programas, profesores e infraestructura adecuados para impartir educación y otorgar títulos al nivel de calidad requerido.
Según el informe del Consejo Nacional de Educación de Noviembre 2012, a la fecha había un total de 2121 Programas de Educación Superior acreditados, 438 en proceso, y…. nada menos que 6490 no acreditados. 23% es el promedio acreditado, que se desglosa en 15% para carreras de CFT, 20% para Institutos Profesionales, y 29% para Universidades.
Para variar, es el sector socialmente más vulnerable, el que asiste a la educación técnica y de oficios, el más desprotegido en cuanto a la certificación de calidad de la educación que están “comprando”. Para empeorar las cosas, entre las carreras acreditadas, un elevado porcentaje lo está por tan sólo por 2 años, el mínimo, lo cual hace altamente dudosa su calidad.
Destaquemos que la mayoría de las instituciones de educación superior está acreditada. Una vez obtenida esa acreditación – muchas veces por los dudosos 2 años – que es la que da derecho a la jugosa oportunidad de otorgar créditos con aval del estado, comienza la libertina y descontrolada expansión a diferentes sedes. Basta con recordar la Universidad del Mar.
Esta es una de las esencias del más escandaloso negociado de Chile, el que detonó el conflicto del 2011: admitir alumnos sin criterios de selectividad, incluso sin que entiendan lo que leen, cobrarles en cómodas letras, dejar que 40% deserte endeudado, dejar que egresen en40% más de tiempo de lo que supuestamente dura la carrera, y en muchos casos, otorgarles títulos de escaso valor, sin que entiendan lo que leen o puedan realizar operaciones aritméticas sencillas.
No es exageración, estos niveles de analfabetismo funcional fueron constatados por la encuesta de alfabetización de adultos del 2013, en el segmento de los egresados de educación superior. Y más encima tienen la pachorra de decir que a esos jóvenes de escasos ingresos les “están dando una oportunidad de surgir en la vida”. Similar a lo que fue el escándalo de La Polar, en el mismo segmento socioeconómico. Para ubicación del tamaño del negocio, el volumen total de aranceles de la educación superior bordea los US$ 4 mil millones al año.
¿Cómo llegamos a esto? Fácil. La Ley de Acreditación del 2006 establece que esta es vo-lun-ta-ria. Eso, hay que decirlo, fue exigido como condición básica por la Alianza y graciosamente concedido por la Concertación. El libre mercado educativo es sagrado, afirmaron.Posteriormente se exigió acreditación obligatoria para las carreras de Pedagogía y Medicina, aunque todavía hay algunas no acreditadas y que siguen matriculando “clientes”.
El gobierno anterior envió un nuevo proyecto de ley de acreditación el 2012, tan deficiente en sus contenidos técnicos, que fue demolido transversalmente en el Congreso. Fue recientemente retirado por el nuevo gobierno (no tenía arreglo posible), y estamos todavía a fojas cero en materia de una ley que obligue a la acreditación seria de instituciones y carreras, incluyendo los indispensables procedimientos de selección y/o nivelación inicial de alumnos.
¿Es pertinente otorgar gratuidad, ya sea por la vía del subsidio a la demanda o a la oferta, a estudiantes en carreras no acreditadas? Rotundamente, no. Sería un desperdicio de recursos públicos, un engaño a los beneficiarios que perderán lastimosamente valiosos años de vida laboral, y una fuente adicional de enriquecimiento legal o ilegal a proveedores inescrupulosos.
¿Cuánto tiempo toma acreditar la calidad de seis mil programas? Nótese que muchos tienen a su vez sub-especialidades, lo cual hace todavía más compleja la situación. Aunque se sorteara para evaluar la mitad de los programas de cada institución, no hay pares evaluadores ni organización suficiente para hacerlo en menos de 4 o 5 años, eso siempre que se apruebe la nueva ley en “fast track”, y se dote a la renovada Comisión Nacional de Acreditación de los recursos necesarios. Por cierto, no hay mejor inversión que gastar 5 o 10 millones de pesos en acreditar una carrera que mueve centenares o miles de millones anuales.
Es altamente probable que muchos de esos espurios programas no resistan la evaluación y deban ser cerrados. Esto implicará un reordenamiento radical del sistema, lo cual también hace urgente crear la figura del Administrador Provisional, designado por el Estado para proteger a los estudiantes damnificados en estos turbulentos procesos de cierre o colapso de negociados. Si se recurre a la solución fácil y vistosa de otorgarle gratuidad únicamente a entidades estatales, ello sólo cubrirá un 18% de la matrícula, y en varios casos, también en carreras de dudosa calidad.
Muchos continúan transitando por la Alameda de las Declaraciones Públicas, y se niegan a ver el elefante de la acreditación que está berreando en el bandejón central. Esta no es una piedra en el camino, es un peñasco del porte de una catedral.
Mario Wiassbluth
Voces de La Tercera, 22 de marzo de 2014