Luego de las elecciones municipales, en el debate público ha reaparecido la preocupación acerca de los déficits participativos de nuestra democracia y las crecientes dificultades para conectar política y sociedad. El nuevo escenario generado por la significativa abstención se ha visto acompañado por variados análisis que abordan, entre otros, la desafección por la política, la calidad de las encuestas y la composición del padrón electoral. Cual más cual menos, los políticos de todo el espectro de partidos han planteado la necesidad de robustecer nuestra democracia. Los cambios en el sistema electoral, particularmente el binominal e incluso las reformas constitucionales, han sido centrales en la idea de ampliar las posibilidades de elección y de participación por parte de los ciudadanos. Sin embargo, no están claros cuáles serán los mecanismos escogidos para ir reduciendo la brecha entre el discurso y la acción.
Producto de las pasadas elecciones también hemos presenciado campañas donde abundaron las imágenes y faltaron contenidos (con importantes excepciones como, por ejemplo, el caso de las alcaldesas Carolina Tohá y Josefa Errázuriz) sobre los planes reguladores, el manejo de residuos y la participación comunitaria, entre otros temas del gobierno municipal. Una tendencia a la personalización política que se refleja en la cada vez menor presencia de debate sobre políticas.
La mera comunicación política, con la búsqueda del poder por el poder pierde de vista la necesidad de dirigir la acción pública hacia la resolución de los problemas que aquejan al país. El camino es apuntar a políticas públicas de excelencia, en el entendido que pueden facilitar estas soluciones, articulando las consideraciones políticas y técnicas. Ello, por cierto, no implica menospreciar la política.
Ciertamente es más importante ocupar una alcaldía que no hacerlo. Se trata de un logro desde la vocación de poder que deben tener los partidos y tiene un valor simbólico y de ejercicio real de poder. Pese a esto, es razonable desear que detrás del proceso que conduzca al reparto final de posiciones en los municipios o en el gobierno exista un compromiso estratégico sobre, por ejemplo, qué modelo de desarrollo apoyamos o qué grado de pobreza y desigualdad estamos dispuestos a tolerar. Debe hablarse de primarias, pero también de educación, desigualdad, reformas al mercado laboral. De otro modo, el riesgo es el populismo o la demagogia.
Las elecciones presidenciales que se avecinan constituyen una excelente oportunidad para volver a poner en discusión las alternativas de políticas ante los problemas públicos. Sin embargo, las demandas son más amplias y diversas que la capacidad de respuesta e incluso de propuesta. Hoy los ciudadanos están más y mejor informados, tienen un mayor nivel educacional y son también más escépticos frente a la política. En este contexto, las demandas de participación llegaron para quedarse, como consecuencia de la propia maduración democrática y del acceso a redes. Sabemos que los partidos políticos no han estado a la altura de las circunstancias, pero paradojalmente la política está de vuelta. Asistimos a una mayor fragmentación de los partidos, a más presencia de debates, a una ciudadanía más activa y movilizada.
En este escenario, dos son las tentaciones que rondan las diferentes ofertas programáticas que empiezan ya a asomarse en el escenario nacional: la expansión de los deseos, con programas maximalistas, soñadores y radicales, y la repetición de la vieja forma tecnocrática y contable, del ‘qué podemos hacer con lo que tenemos’. Entonces ¿Cómo buscar respuestas a los problemas públicos que sean viables, pero que, a la vez, impulsen cambios sustantivos?
Si bien es cierto que los programas de gobierno deben generar cambios e innovaciones, también se requieren concreciones. Gobernar poniendo el centro en las políticas públicas que están indisolublemente ligadas al fortalecimiento de la democracia y al cambio puede ser un camino.
Como advertía Eugenio Lahera, uno de los principales precursores del estudio y análisis de las políticas públicas en Chile, el mayor déficit de éstas está en su capacidad de implementación, siendo frecuente que no haya claridad respecto de cómo transitar del qué hacer al cómo hacerlo. Para explicar este déficit sugería analizar los contenidos, componentes y relaciones entre el programa y la política tal como se aplica. Así sostenía que la capacidad de implementación puede ser mejorada y un requisito para ello es crear equipos técnicos de calidad que hagan seguimiento y evaluación de las políticas y sus resultados. Asimismo, Lahera planteaba que la democracia es un elemento constitutivo de las políticas públicas, así como el desarrollo de éstas permite mejores gobiernos que respondan a las demandas ciudadanas. De aquí que mejorar la gestión pública estableciendo mecanismos de control democrático de los programas de gobierno y de las agendas gubernamentales forma parte de los desafíos que aún nos convocan.
No existe certeza que gobernar poniendo en el centro las políticas públicas generará una mejor política y mejores políticos, pero permite que los ciudadanos tengan mecanismos de participación en la arena pública, así como instrumentos de exigencia de responsabilidades hacia quienes dicen representarlos.
Columna de Alejandra Mizala, Directora Ingeniería Industrial, Universidad de Chile, y María Pía Martin, Directora Estudios de Caso, Magíster en Gestión y Políticas Públicas
Diario Pulso, 27 de noviembre de 2012