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Del país de los consumidores al de los ciudadanos

por 3 diciembre, 2019

Del país de los consumidores al de los ciudadanos
Se requieren políticas que creen valor público. Políticas para la dignidad y la seguridad humana, para la cohesión social y la igualdad de oportunidades, para la salud mental y el desarrollo infantil, para la expansión de nuestras libertades y la justicia, para la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental. Esas políticas solo son posibles en un horizonte de largo plazo, imposible comenzar a aplicarlas mañana, porque requieren consensos, confianza y eso se logra con procesos deliberativos representativos, donde todos se sientan incluidos. No basta con debatir una nueva Constitución, incluso esta debiese surgir de un debate sobre las prioridades y el valor público que crearemos a futuro. La Carta Magna es un medio, no un fin.
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Chile ha construido mercados poderosos –aunque a veces defectuosos y permisivos– para tomar prácticamente todas las decisiones de asignación de recursos. El problema es que los mercados nos permiten satisfacer necesidades individuales de consumo, pero no proveen valores públicos como cohesión social, paz, libertades fundamentales, justicia, cultura, dignidad, seguridad humana o igualdad de oportunidades. Al tomar decisiones solo basadas en el análisis costo, beneficio y rentabilidad, se han diseñado políticas públicas para consumidores, no para ciudadanos. Hemos construido individuos atomizados que se rascan con sus propias uñas, no una comunidad ni una nación.

Las políticas públicas fueron diseñadas para el homo economicus, seres egoístas cuya felicidad depende del consumo, no seres humanos que sienten, aman, temen, que se comprometen, que lloran, se enojan y se indignan, que se la juegan. Políticas para el nivel más bajo de desarrollo moral según la escala de Kohlberg, es decir, un nivel en el cual las normas son una realidad externa al individuo, que se respetan solo atendiendo a las consecuencias (premio/ castigo) o el poder de quienes las establecen… y eso fue lo que obtuvimos.

La felicidad humana depende solo en parte del consumo de bienes y servicios. Pero también de las libertades, del trato digno, de la posibilidad de amar y relacionarse, de no sentir miedo a contraer una enfermedad crónica o jubilar cayendo en la pobreza extrema (seguridad humana).

Si algo han logrado las democracias maduras es un consenso sobre la importancia de producir valor público y un mecanismo que procese las demandas políticas y las priorice. Han permitido el libre juego del mercado, bien regulado, en aquellas esferas de la vida en que los individuos consumen bienes no esenciales, pero no donde se juega la igualdad de oportunidades (educación) y la seguridad humana (pensiones, salud, seguridad ciudadana). Han creado lugares de encuentro y participación y en general no han dejado los derechos individuales en manos de la capacidad de pago.

Más importante aún, las personas tienen una experiencia y un juicio subjetivo de la sociedad en que viven y ya el Informe de Desarrollo Humano de Chile 2012 nos mostró que la mayor parte de los habitantes de este país estaba feliz con sus vidas individuales, con sus logros personales, pero molestos con la sociedad en que vivían. Tenemos el peor nivel de confianza interpersonal de los países de la OCDE y uno de los niveles más altos del mundo de frecuencia de emociones negativas.

¿Cómo se resuelve esta molestia? Con políticas que creen valor público. Políticas para la dignidad y la seguridad humana, para la cohesión social y la igualdad de oportunidades, para la salud mental y el desarrollo infantil, para la expansión de nuestras libertades y la justicia, para la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental. Esas políticas solo son posibles en un horizonte de largo plazo, imposible comenzar a aplicarlas mañana, porque requieren consensos, confianza y eso se logra con procesos deliberativos representativos, donde todos se sientan incluidos.

No basta con debatir una nueva Constitución, incluso esta debiese surgir de un debate sobre las prioridades y el valor público que crearemos a futuro. La Carta Magna es un medio, no un fin. Un proyecto de nación es más que un conjunto de símbolos y hechos del pasado, son objetivos comunes hacia el futuro, como lo han tenido todos los países que han transitado recientemente al desarrollo.

El Gobierno no puede apostar a una bala de plata que vaya a satisfacer todas las demandas y conseguir que los indignados se vayan para la casa. Tampoco puede darle a cada grupo lo que quiere, porque no hay presupuesto que aguante, con o sin reforma tributaria.

Si algo han logrado las democracias maduras es un consenso sobre la importancia de producir valor público y un mecanismo que procese las demandas políticas y las priorice. Han permitido el libre juego del mercado, bien regulado, en aquellas esferas de la vida en que los individuos consumen bienes no esenciales, pero no donde se juega la igualdad de oportunidades (educación) y la seguridad humana (pensiones, salud, seguridad ciudadana). Han creado lugares de encuentro y participación y en general no han dejado los derechos individuales en manos de la capacidad de pago.

Ese es el horizonte que el Gobierno tiene que ofrecer y hacer creíble, para tener el tiempo de deliberar sobre las prioridades y las soluciones. Hoy la tarea no es la satisfacción de demandas individuales con eficiencia, sino reconstruir lo común: comenzar a forjar una nación inclusiva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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