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Columna: Fortalecer la conducción política: el COVID-19 y más allá

Pablo González

La tragedia del COVID-19 nos pone a prueba como sociedad. Nuestra reacción determinará la magnitud del daño que las personas sufrirán. La conducción recae predominantemente sobre el poder Ejecutivo, pero la implementación de las acciones depende de todos. Salir airosos requiere el uso de autoridad política y su acatamiento. El desafío de conducción es mayúsculo, sobre todo porque no se agota en el control del virus. 

El COVID-19 nos encontró mal parados. La rabia había explotado. La justificación del uso de la violencia, aunque minoritario, creció como respuesta a la percepción de violencia desmedida de la policía y de malestares difusamente compartidos. El miedo apareció con la incertidumbre del futuro y la pérdida de emprendimientos y empleos. Antes de todo eso, la deuda pública se venía elevando, producto de años de errores de proyección de ingresos y aumentos de gasto fiscal. La confianza en las instituciones, tras décadas a la baja, tocaba fondo. Incluso miembros de la elite política exigían la renuncia del Gobierno, sin hacerse cargo que el desprestigio los incluía a ellos mismos. 

En los regímenes presidenciales, las coaliciones de gobierno tienen un plazo fijo para mejorar su popularidad. Si fracasan pagan altos costos en términos de representación, pero eso no garantiza que la oposición sea capaz de levantar mejores alternativas. Es el terreno propicio para los populismos, basados en aprovechar las rabias, las desconfianzas y los miedos, que conducen los países a la ruina (Argentina, Venezuela, etc.). Lo que está en juego hoy no es solo el futuro de una coalición de gobierno sino nuestro futuro como país. 

El Gobierno tiene el deber de enfrentar en forma efectiva y eficiente la crisis del COVID-19, con toda la autoridad legítima que el pueblo le concedió en las elecciones, pero, además, debe aprovechar este paréntesis que nos vuelve a unir en procura de un objetivo común -la salud y la vida- para sentar las bases de una mejor sociedad. No nos engañemos. Lo único que puede rescatar la democracia es más y mejor democracia, donde la solidaridad y la compasión nos unan más allá de los intereses individuales. 

El gran desafío es movernos desde la concepción liberal de la política como mediación de intereses particulares, de los que las transgresiones de la cuarentena y las críticas mezquinas son un botón de muestra, a una concepción republicana, hacia una política “constitutiva del proceso de socialización… la forma reflexiva de una vida ética sustancial” (Habermas). Esto requiere cambiar la agenda de profundización de modelo, por una que robustezca la esfera pública, así como la creación de valor público: libertades fundamentales, valores, dignidad, justicia, etc. Lo que el mercado no puede darnos, porque no se puede comprar. Una agenda política que fortalezca aquello que nos constituye como comunidad, como nación, que va desde el valor de la tripulación de la Esmeralda (que algunos extremistas mancillaron) hasta la cosmovisión de nuestros pueblos originarios (despreciada por décadas de políticas de asimilación) o el coraje cotidiano de los trabajadores de los servicios esenciales que están permitiendo que la vida de todos, aunque trastornada, pueda continuar. Paradójicamente, en tiempos de distanciamiento social, con vínculos esenciales suspendidos, lo que necesitamos es que la política reconstruya el espacio común en el que todos nos podamos reconocer. 

Columna publicada el 02 de abril de 2020, en el Diario Financiero.