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Incentivos perversos en educación

Mario Waissbluth

Me disculpo por la longitud del posteo, pero es virtualmente imposible explicar en breve este espinudo asunto. Esta complejidad es la que lleva a mucha gente a tratar el tema educativo con meros slogans o muletillas.

Parto por clarificar que, en general, creo en la libertad de elección, no pretendo que toda la educación se estatice, y creo en el mercado como un mecanismo eficiente para mejorar calidad y reducir costos. Así ocurre con los cepillos de dientes, el pan o el cemento.

Son mercados bastante “perfectos”, es decir transparentes para el consumidor, quien además puede optar rápidamente por cambiarse de proveedor de un día para el otro, y por ello son “simétricos” respecto al poder de negociación de cliente y proveedor. El “mercado educativo”, por el contrario, es llamado por los especialistas internacionales un “pseudo mercado”.

Cuando hay un 60% de apoderados con baja comprensión lectora, y confusos conceptos de lo que se entiende como calidad, la transparencia es muy baja. Eso es un mercado “opaco”. Tampoco es fácil para un apoderado tomar la decisión de cambio de escuela de un día para otro, o incluso de un año para otro. Está un poco atrapado. Eso se llama mercado “asimétrico”.

En este contexto, Chile desarrolló desde los 80 un modelo único en el mundo: escuelas particulares con fines de lucro, con copago de los padres, con subsidio del estado a través de la subvención per cápita o voucher, con subsidio adicional para su expansión a través de la Jornada Escolar Completa, y que no pagan impuestos.

Es equivalente a una panadería en que la harina la regala el Estado, la expansión a nuevos locales la subsidia el Estado, que no paga impuestos y en que además, ahora, el gobierno pretende dar un incentivo tributario a los clientes para comprar pan en establecimientos que le cobran a sus clientes, en lugar de las ya existentes panaderías gratuitas, tanto privadas como públicas. Mal negocio no es.

Eso produjo una expansión masiva de este tipo de escuelas, en cantidades económicamente innecesarias; algunas de muy buena calidad, otras de pésima, pues no hubo ninguna regulación al respecto. Cualquiera podía, y puede hasta hoy, instalar una escuela donde quiera, con el tamaño y calidad que se le antoje. Se aprovecha así el hecho de que el principal motivador de los apoderados, especialmente vulnerables, para poner a sus hijos en una escuela, es la distancia. El actual Ministro Beyer, cuando era experto y no Ministro, presidió una Comisión plural que propuso, entre otras cosas, poner normas a la creación de nuevas escuelas.

El Estado, por su parte, cesó la construcción de nuevas escuelas públicas en territorios de expansión urbana, con lo cual hay amplios barrios y comunas donde la educación pública es casi inexistente, privando así a los apoderados de optar por esa orientación si así lo desean. En otras palabras, el Estado, bajo el argumento de que no tenía dinero para construir, prefirió dárselo a escuelas privadas en lugar de escuelas públicas. Eso se llama “principio de subsidiariedad”, aplicado con igual fe en este caso por la derecha y por la Concertación, desde los 80 hasta hoy.

Aclaremos que el resultado de este modelo no ha sido del todo malo. De hecho, Chile tiene una gran cobertura escolar y el promedio del test de PISA más elevado de América Latina (lo cual es bueno pero no un gran consuelo considerando la distancia a la que estamos de los países avanzados).

Por cierto, 90% de los países de la OECD con buenos resultados tienen educación pública mayoritaria. Cuando tienen educación particular subvencionada mayoritaria (Holanda y Bélgica), la tienen sin copago de los padres, sin fines de lucro, y con autorización previa del municipio para instalarse. ¿Por qué será?

A propósito del copago, o financiamiento compartido, un manoseado argumento es que este es bueno, porque así los padres aportan para mejorar la calidad de la educación de sus hijos. Suena en principio razonable, y congruente con el “principio de subsidiariedad”, pilar esencial del modelo diseñado por los Chicago Boys. Si los ricos pueden pagar, que lo hagan ellos y reciban un mejor servicio. ISAPRES vs. FONASA. AFP vs. INP.

Curiosamente, aquí el principio sagrado no funcionó. Las estadísticas indican que, en escuelas de igual nivel socioeconómico promedio, los resultados de escuelas particulares con copago, sin copago, y municipales (con Estatuto Docente y todo) son virtualmente idénticos. El servicio, en este caso, no mejoró con el mayor aporte de los padres. Las ISAPRES han estado siempre reguladas, las escuelas particulares gozaron de 30 años de libertinaje de mercado virtualmente ilimitado en lo que a calidad educativa se refiere.

No sorprendentemente, los alumnos de escuelas con copago – en promedio- recibieron mejor hotelería, pero no mejor educación. Felizmente, el pingüinazo del 2006 logró algo muy importante – que los estudiantes no han sabido entender bien, hasta hoy – expresado en la Ley General de Educación del 2008, y que recién se está materializando el 2012: la Superintendencia de la Educación y la Agencia de la Calidad. El equivalente a la Superintendencia de Salud, con 30 años de atraso.

Donde el resultado ha sido pésimo, es en la segregación del sistema educativo, social y académicamente. Según los indicadores PISA, ya tenemos el triste honor de tener medalla de oro mundial en esta materia. La segregación escolar es aun peor que la segregación territorial de nuestro clasista país.

¿Porqué es malo esto? En primer lugar, porque está demostrado en todo el mundo el “efecto par”, es decir, el impacto que tiene el nivel socioeconómico de los compañeros del curso en el aprendizaje del alumno. Todos tienen mejor (o peor) manejo de lenguaje y aritmética en sus casas, hay más (o menos) libros en su casa, hay menos (o más) problemas psicosociales graves. Esto eleva (o decrece) automáticamente el nivel de la clase, aun con los mismos profesores y el mismo plan de estudios.

En este contexto, un colegio con alumnos de elevado nivel de ingreso familiar está casi “condenado” a tener mejores resultados, y el colegio con familias de bajo ingreso esta “condenado” a tener peores resultados, por mucho que tratemos de paliar esto con subvención preferencial. De hecho, esto ocurriría aunque toda la educación fuera particular subvencionada.

Pero hay un efecto más peligroso aún. ¿Podemos aspirar a una sociedad cohesionada, cuando los chicos de diferentes clases sociales jamás se han ni siquiera olfateado? ¿Debemos entonces definir políticas públicas que procuren paliar la segregación o profundizarla?

Y es aquí donde aparecen los incentivos y las conductas perversas. En primer lugar, en este desregulado sistema, han existido muchos dueños de “panaderías” que han aumentado sus utilidades a expensas de la calidad del pan. Recordemos que tienen clientes a los cuales se les hace difícil entender todas las dimensiones de calidad de estas marraquetas, y que están obligados en la práctica a recurrir a la panadería más cercana.

Por cierto, según un reciente y documentado reportaje de CIPER, 25% de las escuelas particulares de la Región Metropolitana han falsificado asistencia, para aumentar así sus ingresos. Supuestamente, la bienvenida Superintendencia de Educación va a vigilar estas cosas, aun cuando a uno le cabe la duda: si la Súper de Valores apenas se la puede con un puñado de empresas, cómo se las arreglará este nuevo ente con 11.000 escuelas particulares o públicas. Paradoja de paradojas, la esperada Superintendencia nació en este mes, Agosto, con una huelga de sus funcionarios para destapar el champaña.

En este “pseudo mercado” hay competencia por atraer y retener alumnos de mayor ingreso económico y académico, pues con eso se “eleva su valor accionario” al mejorar su “cartera de clientes”. A diario nos llegan denuncias de las siguientes prácticas:

a) Violar la Ley General de Educación – que prohíbe la selección académica de alumnos en Básica – realizando exámenes de admisión o exigiendo certificados de notas. Por cierto, este fue otro logro de los pingüinos del 2006, pero ellos no están conscientes de su paternidad. Recordemos que los niños, aun no escolarizados, sólo traen el capital cultural de su casa, por lo cual aquellos de menores ingresos están condenados a tener peores resultados en esas ilegales pruebas.

b) Expulsar en 7o Básico a los peores alumnos – enviándolos generalmente al sistema municipal – de manera que no les perjudique los resultados de su “precio accionario”, que es el SIMCE de 8o Básico. En los países avanzados los esfuerzos se concentran en los alumnos más atrasados. Aquí, se los expulsa.

c) Pedirle a los peores alumnos que se queden en la casa el día del SIMCE. Jocosamente, mis alumnos de Ingeniería me comentaron la semana pasada que a ellos les ofrecían -al aula completa- un 7 en una prueba, con tal de que los peores se quedaran en casa el día del SIMCE.

d) Numerosas escuelas particulares subvencionadas se niegan a recibir la subvención preferencial, la cual por ley los obligaría a mantener un porcentaje mínimo necesario de alumnos vulnerables. Se les “afea” la cartera de clientes. Les resulta mejor negocio no recibir esos recursos y mantener la “pureza socioeconómica”, que por cierto tiene peligrosos correlatos con la “pureza racial”. Me atrevo a apostar que un análisis científico podría generar buena predictibilidad correlacionando los resultados del SIMCE con el color y textura de pelo de los alumnos de las escuelas.

e) Lo peor de todo es que en este “pseudo mercado” cuyos “valores accionarios” son el promedio del SIMCE y de la PSU, en muchas escuelas la pedagogía se focaliza, predeciblemente, en aumentar esos “valores”. Lo importante de la educación pasa a ser aprender los trucos para el llenado de los facsímiles de SIMCE y PSU, no la comprensión profunda, la creatividad y el trabajo en equipo. No tengo nada contra el SIMCE, es un termómetro, pero no podemos definir la salud de los pacientes únicamente por su temperatura corporal. ¿Cuántos niños y adolescentes han sido conducidos a la situación de “materia pasada y aprobada” = “materia olvidada”, incluso en escuelas particulares pagadas? En estas caras escuelas nuestros resultados internacionales en el test de PISA dejan mucho que desear.

Aclaro que, salvo algunos sostenedores poco éticos, aquí no estamos hablando de personas malignas o codiciosas. Muchas, bien intencionadamente, actúan de acuerdo a las reglas del juego que les ha impuesto este “modelito” único en el mundo. Si no lo hicieran, sus propios competidores se los comerían con zapatos. Muchos padres, comprensiblemente, quieren “comprarle mejores compañeros” y mejores redes sociales a sus hijos. Así, hemos terminado armando esta suerte de “apartheid” educativo, tanto socioeconómico como académico. De veras, es un Chile que no me gusta. Detestable y moralmente reprobable.

Por todo esto me enojaron tanto (a mí y a la totalidad de los especialistas en educación) los desastrosos “Semáforos SIMCE” que inventó el Ministro Lavín, y que felizmente fueron noqueados en el primer round dado el escándalo que todos armamos. Los “semáforos”

medían el ingreso socioeconómico de la escuela, no el valor agregado educativo que esta da a los alumnos.

Por todo esto me ofende también que el Presidente Piñera comente casualmente que “la educación es un bien de consumo”. Y por eso me enojé tanto con el famoso incentivo tributario que se está tramitando, pero aquí me cansé. Si quiere leer mis argumentos al respecto, le invito a leer “Apartheid en Chile” que escribí el 1o de Mayo en este mismo medio, apenas escuché su primer anuncio.

Mario Waissbluth
El Post, 31 de agosto de 2012